L’orquestra del silenci, de Maribel Bayona (Rambleta, Valencia. Del 23 al 25 de octubre de 2020) | por Óscar Brox
Uno comienza L’orquestra del silenci con la sensación de verse golpeado por unas cuantas cosas. La tela que cubre el escenario se iza para convertirse en paisaje de fondo. Quedan los actores y un espacio escénico congelado en el que las cuerdas y el mobiliario, la atmósfera y el texto, evocan una clase muerta (y el guiño a Tadeusz Kantor, pienso, está muy presente). Muerta o apesadumbrada, que es a la velocidad con la que circulan los sentimientos de la obra. Aparece Ángela Verdugo y apunta con sus gestos esa expresión corporal que parece rellenar el vacío, el silencio; aligerar el lastre moral que atenaza a todos los personajes. Y aparece, también, Ernesto Pastor, el profesor de esta escuela del fracaso, para llevar a cabo un dictado que es un largo monólogo alrededor de Robert Walser. No en vano, el cuadro de su cuerpo tirado en mitad de la nieve es uno de los pocos detalles del paisaje. Pensamos en Walser como un escritor de microgramas, anotando cualquier cosa hasta en el dorso de una caja de cerillas; de palabras que parecen caminar con autonomía con respecto al texto y construir un monólogo interior sin principio ni final. Y esa sensación resulta palpable cuando empezamos a escuchar el texto de la obra. Hay algo de monólogo infinito en cada parlamento de los personajes; la impresión de un tiempo atrapado que las palabras, el juego dramático habitual, no consiguen romper.
Decía antes del arranque de la obra, con el personaje de la hija del profesor, porque ahí está uno de los rasgos más interesantes de L’orquestra del silenci. Me gusta la inocencia que trasladan los gestos, los movimientos corporales; la forma en la que el elenco de actores incorpora todas esas palabras a través de sus propios rasgos. Lo veo en la pesadez, en esa sensación de gravedad, con la que camina Antonio Lafuente; lo veo, también, en el personaje de Álex Cantó, que sabe muy bien cómo bascular entre cierta mirada infantil y ese sentimiento de mediocridad, de normalidad, cuando la madurez no sabe qué encontrar en el porvenir. Y, también, en esa preciosa escena en la que la clase recrea la órbita de los planetas, entre lo grotesco y lo enternecedor. O en esa prueba de orquesta en la que solo podemos escuchar la música del silencio.
Son detalles, pequeñas chispas que brotan en una obra estructurada en días y personajes, en la que Maribel Bayona concede espacio y voz a las preocupaciones de cada una de sus criaturas. Se habla de fracaso, de vacío, de un anhelo de invisibilidad o de la desesperación por liberarnos de la carga de ser alguien -un alguien en un mundo acelerado, capitalista y ultraliberal, añado. Se cita a Walser o a Pessoa como se podría citar a Cioran o moverse al ritmo de las cumbres del pesimismo. Y, sin embargo, creo que Bayona pretende otros objetivos. Me resisto a pensar en su obra en términos de una derrota. Hay una aspiración a buscar una cierta belleza, una cierta verdad, en esos personajes deshilachados y maltrechos que nos presenta. Personajes a los que practica un exorcismo o un análisis en profundidad. Un inventario de cosas inútiles, un elogio de lo insignificante o un autorretrato para entender este tiempo de contrastes y de excesiva tolerancia a la frustración. Y quizá porque me agarro más a ese optimismo, me interesa más la obra cuando deja espacio a que los actores jueguen, a que actúen y representen sus pequeños dramas. Cuando la escena pierde rigidez y gana una cierta ligereza, un poco más de movimiento y cuerpo. Cuando sus personajes se miran, nos miran y transmiten, desde lo más sencillo, ese silencio al que no saben muy bien cómo enfrentarse.
El contraste está presente en la extensión de los diálogos y la dificultad con la que los actores trasladan unos pensamientos a veces más teóricos que prácticos. De tesis, más que de acción. Y también en cómo fluctúan de lo grotesco (ese manual de adicciones y obsesiones, de patanes y de existencias rotas) a lo patético, cuando ese leve acento cómico se atenúa para dejar al espectador frente a frente con un catálogo de tristezas o de humanidades a recomponer. Y probablemente es ahí donde la obra coge vuelo, altura, y se olvida de Walser o de Pessoa, de otras deudas estéticas o de los compartimentos con los que separa escenas y tiempos. Cuando nos presenta a los personajes, sin más; a los actores, sin más. Al drama, sin más. Cuando nos invita a identificarnos con ese personaje mudo al que interpreta Ángela Verdugo, espectadora de excepción en la clase, y mirar todo eso que los cuerpos dejan caer en escena.
Dejo para el final el único detalle de escena que había omitido: el esqueleto del cryptodon. Me llama la atención uno de sus rasgos: es inofensivo para los humanos. Y me hace pensar en que no deja de ser una bonita metáfora sobre la propia obra y sus protagonistas. Sobre esa tormenta existencialista plantada como un nubarrón sobre sus cabezas y la sensación de indefensión que proyecta. La necesidad de recuperar una inocencia, quizá una ingenuidad (la obra la explora, aunque no me convence el momento, a través de la odisea de la cantante para recuperar su voz), para soltar toda esa pesada carga moral que, de alguna manera, hemos decidido que forma parte de eso que llamamos vivir la madurez. El resultado es una galería de personajes con muchas dobleces, arquetipos para una sociedad de la velocidad y la ansiedad, que Maribel Bayona, con la complicidad de Xavi Puchades en la dirección, encapsulan en este ensayo para una orquesta invisible. Ensayo sobre la tristeza de una generación o la búsqueda desesperada de una ligereza para volver a pensar en el porvenir.